marzo 13, 2010

Huellas

Ella se deslizaba entre los corredores. “Ven” le decían las voces de las paredes, las puertas, los tapices; todo le decía “ven”, “tócame”. Corría sin rumbo fijo, de cuarto en cuarto, abrazada por las motitas de polvo que revoloteaban alrededor de su vestido y danzaban con la luz.

“Ven”... “Tócame” decían en susurro, “quédate”. Ella tocó las cortinas sepia, se miró largamente en espejos oscurecidos por el tiempo, rotos y manchados, se acostó en sillas vetustas y el polvo, para endulzar su sonrisa, se convertía en sombra humana, se transformaba en brazos y piernas y dedos; se tornaba en piel áspera y besos secos y suaves. El polvo se entrelazaba con su cuerpo recostado en un diván, también sepia, también de otro hoy que no es ahora, pero que el polvo conocía y ella intuía.

El polvo se alejó de su cuerpo y ella siguió el recorrido entre muros de otros días, manchas carmín de vino añejo, desgastes de zapatos de ellos que ahora son polvo y espíritu, recuerdo e historia.

“Ven”...“Quédate” seguía; “ven”... “Tócame” llamaba.

Las puertas de los corredores estaban cerradas, llamando a secretos en su interior, los ojos de las cerraduras la miraban. El jardín se envejecía bajo el sol de la tarde, lleno de flores que nunca mueren, intocables desde los días en que los fantasmas aun rayaban el piso con su andar humano. El reloj de sol del jardín custodiado por la gárgola de hierro marcaba las seis en punto. La gárgola extendía sus alas al cielo y alargaba su mano derecha con sus uñas negras hacia ella. Su cara se contorsionaba en una sonrisa-mueca mostrando sus colmillos y arrugando la nariz. Sus ojos negros brillaban con malicia.

“Ven” dijo, arqueando la espalda y pronunciando la sonrisa.

“Tócame” dijo, y ella se acercó, tomó su mano de hierro, sus uñas largas la rasguñaron con fuerza mientras la acercaba a su cara de hombre-animal. Tomó su cara con su mano izquierda y penetró su mirada dentro de las pupilas de ella.

“Quédate”, y ella supo que esa mano de hierro asiendo su cintura se llevaba su tiempo; que esa fuerza que la hacía sentarse en los pies de la gárgola le robaba segundos de sol; que la mano que recorría su torso le absorbía el calor; que el beso de hierro se llevaba su vida.

El reloj marcaba las 6 en punto, la gárgola en cuclillas plegaba sus alas en forma de marco para alejar el sol de la estatua de hierro de una joven, ahora negra, con las manos extendidas y la mirada hacia las siemprevivas, camino a los corredores que pertenecen al polvo, al desgaste de los pies de los fantasmas.