junio 12, 2010

Trance


Los siete hombres sabios con sus siete pares de agujas se sentaron en siete sillas, cubiertos por sus capuchas negras a tejer sus hilos en un trance creador. El primero tejía un hilo blanco de donde surgían los huesos. El segundo tejía de rojo las células de la sangre. El tercero tejía naranja y morado entrelazado los músculos. El cuarto tejía la delicada seda de la piel. El quinto tejía con puntos pequeños las uñas de las manos u los pies. El sexto tejía cabellos largos y oscuros. El séptimo tejía rubor para la seda de la piel del cuarto.

Siete días se tardaron los sabios en tejer los hilos que formaron al ser predilecto. Al ver lista a la mujer, delineada en claros y sombras, perfilada en detalles y abundante en curvas, se sentaron de nuevo, a tejer todos del mismo hilo. El hilo invisible que salía del aire, se sentía entre sus dedos, se sentía en el aire, y se entretejía entre partículas de polvo y células muertas de los dedos de los sabios. Todo junto más es dióxido de carbono que exhalaban las siete sabias narices tejieron el alma. Una memoria eterna compuesta de los tres, de partecitas de los tres, de pedazos muertos de los tres, y que vino del aire que siempre estuvo y siempre estará.

Lista el alma, entrelazada en los cabellos de la mujer, entre sus células, anudada en sus piernas, entretejida en su vientre, se dieron cuenta que no despertaba. Entonces cada uno se acercó a su rostro y uno por uno le dio un beso donde debía estar su boca, que no habían tejido, que no sabe un sabio a que saben los labios de una mujer, y menos podría un sabio tejerlos de forma precisa. Los siete besos enrojecieron la piel de la mujer que se convirtió en un par de labios entreabiertos.

Aun faltaban los ojos. Pero los siete sabios se cansaron tras siete días de trabajo y, con su último esfuerzo, tejieron cadenas con hilos de hierro, de siete hilos cada eslabón, y las sellaron en la pared. Con ellas amarraron las muñecas recién nacidas de la mujer, a quien no le habían tejido ni ojos ni ropa. Y los siete sabios se retiraron a sus siete cuartos con sus siete hilos, y la mujer se quedó recién creada tejida a la pared con cadenas de hierro, pero con los labios rosados.

junio 08, 2010

Ecos


Resuena golpes. Golpes de mano abierta sobre la piel. Resuena un grito. La luz cambia de matiz. Es media tarde y se siente como medianoche. Se escuchan pasos lentos, pesados. Después una voz, “¡no me pegues!”

Hago el camino de nuevo, el camino que hice en el ayer de los ecos. Desde mi cuarto oscuro, escondida, pegada a la pared. Escucho de nuevo el golpe en la mejilla. De nuevo el ruego “no me pegues”. Huelo el humo de cigarro que hace años se consumió en el cenicero de la sala.

Aún hoy no distingo las palabras, solo escucho las voces que en ese entonces acusaban de pecados que yo no entendía y se excusaban, o amenazaba, aún no estoy segura.

Asomo la cabeza por la puerta del pasillo. Siento de nuevo el toque frío de la madera en mi cara, igual que esa medianoche. De nuevo veo las figuras, ahora de humo gris, de tiempos pasados. Una está levantada al lado de la silla y la otra sentada fumando un cigarro. Veo los movimientos de manos, violentos incluso siendo de humo. El dedo acusador, la mano en actitud de defensa. “¡No me pegues!”.

Cierro los ojos, con la misma resignación de entonces, y con la tranquilidad de quien ve un fantasma y sabe que no puede hacerle daño. Cierro los ojos porque esos fantasmas cobran vida y llevan víctimas a su mundo en las sombras, porque aún hay vida entre esas paredes que sufre por esos fantasmas cuando se apagan las luces, porque las voces de los fantasmas resuenan de noche entre la soledad detrás de una puerta cerrada al final del pasillo.