junio 08, 2010

Ecos


Resuena golpes. Golpes de mano abierta sobre la piel. Resuena un grito. La luz cambia de matiz. Es media tarde y se siente como medianoche. Se escuchan pasos lentos, pesados. Después una voz, “¡no me pegues!”

Hago el camino de nuevo, el camino que hice en el ayer de los ecos. Desde mi cuarto oscuro, escondida, pegada a la pared. Escucho de nuevo el golpe en la mejilla. De nuevo el ruego “no me pegues”. Huelo el humo de cigarro que hace años se consumió en el cenicero de la sala.

Aún hoy no distingo las palabras, solo escucho las voces que en ese entonces acusaban de pecados que yo no entendía y se excusaban, o amenazaba, aún no estoy segura.

Asomo la cabeza por la puerta del pasillo. Siento de nuevo el toque frío de la madera en mi cara, igual que esa medianoche. De nuevo veo las figuras, ahora de humo gris, de tiempos pasados. Una está levantada al lado de la silla y la otra sentada fumando un cigarro. Veo los movimientos de manos, violentos incluso siendo de humo. El dedo acusador, la mano en actitud de defensa. “¡No me pegues!”.

Cierro los ojos, con la misma resignación de entonces, y con la tranquilidad de quien ve un fantasma y sabe que no puede hacerle daño. Cierro los ojos porque esos fantasmas cobran vida y llevan víctimas a su mundo en las sombras, porque aún hay vida entre esas paredes que sufre por esos fantasmas cuando se apagan las luces, porque las voces de los fantasmas resuenan de noche entre la soledad detrás de una puerta cerrada al final del pasillo.

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