noviembre 08, 2010

La Imagen


La concepción que ella misma tenía de su cara era distinta a la que miraba todos los días en el espejo, más alargada y fina, menos redonda. No porque una fuera fea y la otra bella, no era un problema estético, simplemente se imaginaba distinta. En su mente veía sus pómulos más prominentes, su nariz más perfilada, sus labios más rojos, sus dientes más blancos y menos puntiagudos, sus ojos más grandes y su piel menos pálida.
A veces se sentaba en su peinadora y miraba su cara durante varios minutos, buscando algo en común con su proyección. No lo conseguía ni en las cejas perfiladas, ni en la línea del pelo; sólo se parecían en la combinación de colores que las componían a ambas. Luego ensayaba poses, apretaba los labios, mordía sus mejillas, entreabría la boca… De vez en cuando conseguía un atisbo de la cara que imaginaba, mantenía la pose, la estudiaba, la aprendía, y procuraba repetirla estando ya lejos del espejo.
A media tarde, ya sin maquillaje y despeinada, se miraba en el espejo del baño por casualidad, de pasada, y el reflejo que la miraba se le hacía tan real y tan ajeno al mismo tiempo que lo detestaba. Entornaba los ojos mirando esa cara que le devolvía una mirada de odio, como preguntándole quién es y qué hace dentro de su cuerpo.
De noche se miraba de nuevo, volvía a ensayar poses buscando la cara que tenía en su cabeza; esa que destilaba elegancia, en la que el menor gesto con los labios era notado a leguas por cualquiera; esa, cuya sonrisa no marcaba los hoyuelos en las mejillas.
El maquillaje funcionaba, pero sólo por un rato. En las mañanas se bañaba la cara con bases de tres colores distintos, acentuando aquí y escondiendo acá, deshaciéndose de imperfecciones y perfilando formas, abriendo los ojos con mascara, acentuando pómulos con rubor, arqueando las cejas con un lápiz.
Sin embargo, la imagen no era clara. Su proyección no era una figura delineada, más bien un borrón, una imagen vista en duermevela. El espejo le devolvía una mirada firme, muy real; muy de tierra y no de aire. Muy humana y no etérea.
Frente al espejo de nuevo miraba su rostro. Con el lápiz dibujó sobre su propia cara la idea borrosa de su proyección. Trazó líneas sobre su nariz, alargándola; curvó sus cejas, dibujó nuevas pestañas. Con el rouge se ruborizó las mejillas; con la sombra negra borró sus hoyuelos; con una navaja rasgó las comisuras de sus ojos; con un cepillo frotó sus labios; con una brocha se untó su sangre, para dar sombras y luces a su rostro.
La combinación de colores había cambiado. Su palidez se escondía, el marrón y blanco predominantes habían sido desplazados, la sangre seca le daba un tono interesante. El reflejo del espejo le devolvía una mirada ausente, menos de tierra y más de fuego. Sus ojos y sus colores parecían decirle en un eco lejano “eres una condenada obra de arte".

Rouge


Ella despierta al alba, antes que su marido. Va directo al baño y se ducha largamente, animando sus miembros con el agua caliente. Su esposo despierta con el ruido de la ducha; hace años se pregunta cómo sabrá su esposa que está despierta si el sol no brilla para ella, siempre en el mismo momento y en el mismo lugar de la cama.
La espera al salir de la ducha con una toalla en las manos. La seca, la envuelve y la acerca hasta la cama. Escoge su ropa, ya conoce las telas que le gustan, el perfume que usa según el día de la semana, los collares que combinan con los colores.
Hace años se convirtió en ritual, con el fervor y cuidado que la palabra implica: ella se levanta del borde de la cama y deja caer la toalla como por error, él la observa en su tierna desnudez. Él recuerda la piel de su esposa cuado era más firme, sus curvas más torneadas. Le da un beso fugaz en el vientre mientras le pone la ropa interior y otro en la espalda al abrocharle el sujetador; incluso sabiendo que ni un nervio se estremece ya bajo su roce. La viste completa y ella sonríe; sonríe a medias, con sus ojos apagados si poder ver el lento marchitar de su marido, causado por el ritual de besarla sin estremecerla y verla desdibujarse bajo sus dedos.
Ya vestida, se sienta de nuevo en la cama. Su marido la peina, le hace una trenza como a ella le gusta; le rocía perfume en el cabello y en el corpiño, y guarda el frasco en su lugar: entre los collares y el maquillaje, equidistante de cada uno, segundo anaquel en el armario.
Por último, el maquillaje: le esparce polvo con una esponja un poco húmeda, poco en los pómulos y mucho bajo los ojos; mascara en las pestañas, con movimientos zigzagueantes, delineador negro en el párpado inferior. No fue fácil al principio, pero ya ella está acostumbrada, ya sabe quedarse quietecita como una muñeca.
Su muñeca.
Termina el ritual con algo de rubor en las mejillas y el rouge cremoso en sus labios, esparcido en la manera en que un pintor pasaría la brocha, delineando la curva de una cintura. Sería sensual si alguien lo viera, y nadie lo ve. Él la besa, ella sonríe, ambos se van.
El vuelve a casa antes que su esposa, también tiene un ritual personal. Se ducha con agua helada, se seca frente al espejo y se mira; se mira largamente, recordando su piel más firme; se mira y el cuerpo que ve al espejo le golpea el pecho con el descubrimiento de no reconocerse entre las telarañas que el tiempo tejió en su cuerpo. No se ve, no se gusta. Con el ceño fruncido se viste, un pantalón corto y una camisa.
Ya vestido se sienta en la cama, se peina, se echa polvo con una esponja húmeda: mucho en la frente y en el mentón; desliza la brocha con rubor en sus mejillas y llena sus pestañas con mascara. Se llena los labios de cremoso y brillante rouge, esparciéndolo como lo haría un pintor delineando la curva de una cintura con su brocha. Sensual si alguien lo viera.
Y nadie lo ve.
Se lava la cara con abundante jabón y se llena de colonia. Su hija hace la cena, su hijo mayor abre la puerta de entrada, llevando a su madre de la mano. El marido sale a su encuentro, la toma por el brazo y le da un beso en los labios. Ella sonríe como siempre, a medias, a oscuras, con el cosquilleo del olor del rouge que emanan los labios de su marido.

julio 26, 2010

Molde


Eres una escultura surrealista, dijo él… Te mueves y te erizas y te encoges, todo en un solo movimiento. Te descuadras y te moldeas entre mis dedos y no sé cuándo pasa la metamorfosis, sólo la veo sin poderla controlar.

¿Y por eso me encierras?, preguntó ella… ¿Por eso me cubres de yeso? ¿Para que deje de moverme sin sentido y atrapes mis movimientos y no te aturda más con mis hechas y deshechas y mis moldeos y desbordes?

No, no es por eso… Bueno, en realidad no te encierro. Te cubro de yeso para hacer un molde, para retratar tus movimientos, para aprender cuándo cambias y cuándo no, para
reproducirte y entenderte.

No funciona así. Cuando haces un molde tienes que destruir el relleno. Después llenas el molde con otra cosa que no sea yo, una réplica o cera o cemento.

Bueno, no sé… No creo que haga falta

No vas a saber ver mis cambios si los endureces. ¿No te das cuenta?

No seas tonta, linda. Eres una escultura surrealista, atraparé esos cambios porque podré verlos.

No soy una escultura, soy viento atrapado en yeso. Me muevo sinuosa y me escondo en los rincones. Y ahora se me acaban los nichos donde escapar. Si me atrapas me rompes.

Ya, calla. Tranquila. Está listo el molde. Tranquila, no te va a doler…

julio 13, 2010

Tinta


La flor se cayó en el tintero. Flotó por diez segundos; justos. Después comenzó a absorber. Sus venas se llenaron de negro. Sus conductos se corroían por dentro, sus pétalos se retorcían desde la punta hacia el centro, quemándose de tinta, llenándose de negro.

Y la flor vio tatuadas con tinta indeleble en su piel justamente las marcas que quería conservar. Cada doblez de sus pétalos, cada marca de fuerza en su contra, mas el recuerdo de haber sido cortada. Sólo para verse y recordar el antes, para olvidar que hoy vive de tinta.

junio 12, 2010

Trance


Los siete hombres sabios con sus siete pares de agujas se sentaron en siete sillas, cubiertos por sus capuchas negras a tejer sus hilos en un trance creador. El primero tejía un hilo blanco de donde surgían los huesos. El segundo tejía de rojo las células de la sangre. El tercero tejía naranja y morado entrelazado los músculos. El cuarto tejía la delicada seda de la piel. El quinto tejía con puntos pequeños las uñas de las manos u los pies. El sexto tejía cabellos largos y oscuros. El séptimo tejía rubor para la seda de la piel del cuarto.

Siete días se tardaron los sabios en tejer los hilos que formaron al ser predilecto. Al ver lista a la mujer, delineada en claros y sombras, perfilada en detalles y abundante en curvas, se sentaron de nuevo, a tejer todos del mismo hilo. El hilo invisible que salía del aire, se sentía entre sus dedos, se sentía en el aire, y se entretejía entre partículas de polvo y células muertas de los dedos de los sabios. Todo junto más es dióxido de carbono que exhalaban las siete sabias narices tejieron el alma. Una memoria eterna compuesta de los tres, de partecitas de los tres, de pedazos muertos de los tres, y que vino del aire que siempre estuvo y siempre estará.

Lista el alma, entrelazada en los cabellos de la mujer, entre sus células, anudada en sus piernas, entretejida en su vientre, se dieron cuenta que no despertaba. Entonces cada uno se acercó a su rostro y uno por uno le dio un beso donde debía estar su boca, que no habían tejido, que no sabe un sabio a que saben los labios de una mujer, y menos podría un sabio tejerlos de forma precisa. Los siete besos enrojecieron la piel de la mujer que se convirtió en un par de labios entreabiertos.

Aun faltaban los ojos. Pero los siete sabios se cansaron tras siete días de trabajo y, con su último esfuerzo, tejieron cadenas con hilos de hierro, de siete hilos cada eslabón, y las sellaron en la pared. Con ellas amarraron las muñecas recién nacidas de la mujer, a quien no le habían tejido ni ojos ni ropa. Y los siete sabios se retiraron a sus siete cuartos con sus siete hilos, y la mujer se quedó recién creada tejida a la pared con cadenas de hierro, pero con los labios rosados.

junio 08, 2010

Ecos


Resuena golpes. Golpes de mano abierta sobre la piel. Resuena un grito. La luz cambia de matiz. Es media tarde y se siente como medianoche. Se escuchan pasos lentos, pesados. Después una voz, “¡no me pegues!”

Hago el camino de nuevo, el camino que hice en el ayer de los ecos. Desde mi cuarto oscuro, escondida, pegada a la pared. Escucho de nuevo el golpe en la mejilla. De nuevo el ruego “no me pegues”. Huelo el humo de cigarro que hace años se consumió en el cenicero de la sala.

Aún hoy no distingo las palabras, solo escucho las voces que en ese entonces acusaban de pecados que yo no entendía y se excusaban, o amenazaba, aún no estoy segura.

Asomo la cabeza por la puerta del pasillo. Siento de nuevo el toque frío de la madera en mi cara, igual que esa medianoche. De nuevo veo las figuras, ahora de humo gris, de tiempos pasados. Una está levantada al lado de la silla y la otra sentada fumando un cigarro. Veo los movimientos de manos, violentos incluso siendo de humo. El dedo acusador, la mano en actitud de defensa. “¡No me pegues!”.

Cierro los ojos, con la misma resignación de entonces, y con la tranquilidad de quien ve un fantasma y sabe que no puede hacerle daño. Cierro los ojos porque esos fantasmas cobran vida y llevan víctimas a su mundo en las sombras, porque aún hay vida entre esas paredes que sufre por esos fantasmas cuando se apagan las luces, porque las voces de los fantasmas resuenan de noche entre la soledad detrás de una puerta cerrada al final del pasillo.

marzo 13, 2010

Huellas

Ella se deslizaba entre los corredores. “Ven” le decían las voces de las paredes, las puertas, los tapices; todo le decía “ven”, “tócame”. Corría sin rumbo fijo, de cuarto en cuarto, abrazada por las motitas de polvo que revoloteaban alrededor de su vestido y danzaban con la luz.

“Ven”... “Tócame” decían en susurro, “quédate”. Ella tocó las cortinas sepia, se miró largamente en espejos oscurecidos por el tiempo, rotos y manchados, se acostó en sillas vetustas y el polvo, para endulzar su sonrisa, se convertía en sombra humana, se transformaba en brazos y piernas y dedos; se tornaba en piel áspera y besos secos y suaves. El polvo se entrelazaba con su cuerpo recostado en un diván, también sepia, también de otro hoy que no es ahora, pero que el polvo conocía y ella intuía.

El polvo se alejó de su cuerpo y ella siguió el recorrido entre muros de otros días, manchas carmín de vino añejo, desgastes de zapatos de ellos que ahora son polvo y espíritu, recuerdo e historia.

“Ven”...“Quédate” seguía; “ven”... “Tócame” llamaba.

Las puertas de los corredores estaban cerradas, llamando a secretos en su interior, los ojos de las cerraduras la miraban. El jardín se envejecía bajo el sol de la tarde, lleno de flores que nunca mueren, intocables desde los días en que los fantasmas aun rayaban el piso con su andar humano. El reloj de sol del jardín custodiado por la gárgola de hierro marcaba las seis en punto. La gárgola extendía sus alas al cielo y alargaba su mano derecha con sus uñas negras hacia ella. Su cara se contorsionaba en una sonrisa-mueca mostrando sus colmillos y arrugando la nariz. Sus ojos negros brillaban con malicia.

“Ven” dijo, arqueando la espalda y pronunciando la sonrisa.

“Tócame” dijo, y ella se acercó, tomó su mano de hierro, sus uñas largas la rasguñaron con fuerza mientras la acercaba a su cara de hombre-animal. Tomó su cara con su mano izquierda y penetró su mirada dentro de las pupilas de ella.

“Quédate”, y ella supo que esa mano de hierro asiendo su cintura se llevaba su tiempo; que esa fuerza que la hacía sentarse en los pies de la gárgola le robaba segundos de sol; que la mano que recorría su torso le absorbía el calor; que el beso de hierro se llevaba su vida.

El reloj marcaba las 6 en punto, la gárgola en cuclillas plegaba sus alas en forma de marco para alejar el sol de la estatua de hierro de una joven, ahora negra, con las manos extendidas y la mirada hacia las siemprevivas, camino a los corredores que pertenecen al polvo, al desgaste de los pies de los fantasmas.